Mi amor en la luna
Tengo un amor de 63 años. En realidad esa es su edad humana, porque su verdadera edad son nueve años. Es una Drahthaar de pelo gris y ojos vivaraces. Cuando la lleve a casa por primera vez, recién arrancada de su madre, paso la noche llorando en el jardín y desde las cinco de la mañana la estuve arropando hasta que dejo de llorar.
Juntos hemos andado mucho monte. Su olfato, su excesivo nervio, hacen que sea la envidia de muchos y todo un orgullo para mí. Mi padre dice que cuando voy de visita al pueblo él sabe que voy a llegar porque la perra comienza a ladrar tres o cuatro minutos antes de que llegue. Yo nunca lo he creído, pero una vez vi un documental que afirmaba que los perros pueden reconocer el sonido del coche de sus amos desde tres o cuatro kilómetros de distancia.
Llevo cinco o seis meses en los que tengo un sueño repetitivo con ella, y no es nada agradable. En este sueño mi perra muere y casi siempre es por mi culpa. Me paso el sueño abrazado a su cadáver llorando y cuando despierto una desazón me invade durante el resto del día. No sé si atribuirlo a que últimamente apenas aparecía por casa de mis padres, o a que tengo conciencia de que apenas le quedan tres o cuatro años de vida a la perra.
Hoy hemos salido de paseo, ya ayer la noté extraña, andaba con las patas separadas como los perros viejos, al poco tiempo de estar caminando se ha colocado detrás de mí y ha comenzado a llorar. Yo no me lo quería creer, ni siquiera podía volverme a mirarla. La misma que hace años era capaz de estar nueve horas corriendo entre matorrales y guijarros por el monte y a la hora de marchar a casa se negaba a subir al coche, era incapaz ahora de seguir mis pasos. Hemos vuelto a casa despacito, yo la llamaba por su nombre y le decía "vamos bonita". Al llegar a casa se ha tumbado y me ha dejado que la bañara, me miraba triste, como pidiéndome perdón, mientras yo me comía unas lágrimas enormes.
Después de cinco días en el pueblo yo debía volver a Zaragoza y ella se ha dejado atar a su cadena, obediente. Imagino que creyendo que éste era un día igual a los otros cuatro anteriores y que mañana volveríamos a pasear juntos. Pero al abrir la puerta del coche para volver a la inmortal, aunque ella no lo ve, ha comenzado a ladrar con fuerza y a gemir como aquella noche de hace nueve años que, siendo un cachorro, estuvo sobre mis rodillas desde las cinco de la mañana.
Acabo de llegar a casa y no podía dejar de escribir sobre ella. Mi amor se llama Luna y tiene los ojos del color de la luna de la fotografía, que por cierto, es la misma que ella vio desde su garita en Fuentes Claras el pasado lunes.
2 comentarios
Verónica -
No lo puedo evitar, me emocionan las historias de animales.
Un beso, y no dejes de cuidarla
patricia esteban erles -