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Escalambrujos.

De las cosas tristes

A este hombre lo encontramos dentro de su cabaña durante uno de aquellos largos paseos que dábamos a los poblados en busca  gente que necesitara ayuda de las enfermeras. Tenía una evidente demencia y una parálisis en medio lado del cuerpo. Me contó que se había caído de un coche en marcha y que desde entonces estaba allí encerrado, que no salía nunca de aquel minúsculo habitáculo y mientrás lo contaba no paraba de pedirme naranjas, me decía que le trajera naranjas. Supongo que tenía una sed brutal. Eso que lleva en la mano es una naranja, en Guinea lo que se hace es cortarles una parte por arriba y absorver poco a poco la enorme cantidad de zumo que tenían. Hablamos con la familia, para que lo sacaran de allí siempre que pudieran y lo sentaran fuera de la casa todos los días, que lo asearan y si fuera posible, que no lo era, que le cambiaran el colchón. A los pocos días volvmos a pasar por allí y me alegré de ver que aquel pobre hombre estaba sentado en una tabla en la puerta de su choza. Puede que fuera con este hombre con el que comencé a tomar conciencía de que nuestra labor allí no tenía ningún sentido. Que no se podían poner parches en un país con una de las familias presidenciales más ricas del mundo y que lo urgente era denunciar todo aquello no autocomplacerse con la caridad propia.

 

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